Paga a pensa deterse uns minutos en A la llana y sin rodeos, o discurso do que o escritor Juan Goytisolo leu o 23 de abril de 2015 no acto de entrega do Premio Cervantes:
En términos generales, los escritores se dividen en dos esferas o
clases: la de quienes conciben su tarea como una carrera y la de quienes la
viven como una adicción. El encasillado en las primeras cuida de su promoción y
visibilidad mediática, aspira a triunfar. El de las segundas, no. El cumplir
consigo mismo le basta y si, como sucede a veces, la adicción le procura
beneficios materiales, pasa de la categoría de adicto a la de camello o
revendedor. Llamaré a los del primer apartado, literatos y a los del segundo,
escritores a secas o más modestamente incurables aprendices de escribidor.
A comienzos de mi larga trayectoria, primero de literato, luego de
aprendiz de escribidor, incurrí en la vanagloria de la búsqueda del éxito
-atraer la luz de los focos, “ser noticia”, como dicen obscenamente los
parásitos de la literatura- sin parar mientes en que, como vio muy bien Manuel
Azaña, una cosa es la actualidad efímera y otra muy distinta la modernidad
atemporal de las obras destinadas a perdurar pese al ostracismo que a menudo sufrieron
cuando fueron escritas. La vejez de lo nuevo se reitera a lo largo del tiempo
con su ilusión de frescura marchita. El dulce señuelo de la fama sería patético
si no fuera simplemente absurdo. Ajena a toda manipulación y teatro de títeres,
la verdadera obra de arte no tiene prisas: puede dormir durante décadas como La
regenta o durante siglos como La lozana andaluza. Quienes adensaron el silencio
en torno a nuestro primer escritor y lo condenaron al anonimato en el que vivía
hasta la publicación del Quijote no podían imaginar siquiera que la fuerza
genésica de su novela les sobreviviría y alcanzaría una dimensión sin fronteras
ni épocas.
“Llevo en mí la conciencia de la derrota como un pendón de
victoria”, escribe Fernando Pessoa, y coincido enteramente con él. Ser objeto
de halagos por la institución literaria me lleva a dudar de mí mismo, ser
persona non grata a ojos de ella me reconforta en mi conducta y labor. Desde la
altura de la edad, siento la aceptación del reconocimiento como un golpe de
espada en el agua, como una inútil celebración.
Mi condición de hombre libre conquistada a duras penas invita a la
modestia. La mirada desde la periferia al centro es más lúcida que a la inversa
y al evocar la lista de mis maestros condenados al exilio y silencio por los
centinelas del canon nacional- católico no puedo menos que rememorar con
melancolía la verdad de sus críticas y ejemplar honradez. La luz brota del
subsuelo cuando menos se la espera. Como dijo con ironía Dámaso Alonso tras el
logro de su laborioso rescate del hasta entonces ninguneado Góngora, ¡quién
pudiera estar aún en la oposición!Mi instintiva reserva a los nacionalismos de
toda índole y sus identidades totémicas, incapaces de abarcar la riqueza y
diversidad de su propio contenido, me ha llevado a abrazar como un salvavidas
la reivindicada por Carlos Fuentes nacionalidad cervantina. Me reconozco
plenamente en ella. Cervantear es aventurarse en el territorio incierto de lo
desconocido con la cabeza cubierta con un frágil yelmo bacía. Dudar de los
dogmas y supuestas verdades como puños nos ayuda a eludir el dilema que nos
acecha entre la uniformidad impuesta por el fundamentalismo de la tecnociencia
en el mundo globalizado de hoy y la previsible reacción violenta de las
identidades religiosas o ideológicas que sienten amenazados sus credos y
esencias.
En vez de empecinarse en desenterrar los pobres huesos de
Cervantes y comercializarlos tal vez de cara al turismo como santas reliquias
fabricadas probablemente en China, ¿no sería mejor sacar a la luz los episodios
oscuros de su vida tras su rescate laborioso de Argel? ¿Cuántos lectores del
Quijote conocen las estrecheces y miseria que padeció, su denegada solicitud de
emigrar a América, sus negocios fracasados, estancia en la cárcel sevillana por
deudas, difícil acomodo en el barrio malfamado del Rastro de Valladolid con su
esposa, hija, hermana y sobrina en 1605, año de la Primera Parte de su novela,
en los márgenes más promiscuos y bajos de la sociedad?
Hace ya algún tiempo, dedique unas páginas a los titulados
Documentos cervantinos hasta ahora inéditos del presbítero Cristóbal Pérez
Pastor, impresos en 1902 con el propósito, dice, de que “reine la verdad y
desaparezcan las sombras”, obra cuya lectura me impresionó en la medida en que,
pese a sus pruebas fehacientes y a otras indagaciones posteriores, la verdad no
se ha impuesto fuera de un puñado de eruditos, y más de un siglo después las
sombras permanecen. Sí, mientras se suceden las conferencias, homenajes,
celebraciones y otros actos oficiales que engordan a la burocracia oficial y
sus vientres sentados, (la expresión es de Luis Cernuda) pocos, muy pocos se
esfuerzan en evocar sin anteojeras su carrera teatral frustrada, los tantos
años en los que, dice en el prólogo del Quijote, “duermo en el silencio del
olvido”: ese “poetón ya viejo” (más versado en desdichas que en versos) que
aguarda en silencio el referendo del falible legislador que es el vulgo.
Alcanzar la vejez es comprobar la vacuidad y lo ilusorio de
nuestras vidas, esa “exquisita mierda de la gloria” de la que habla Gabriel
García Márquez al referirse a las hazañas inútiles del coronel Aureliano
Buendía y de los sufridos luchadores de Macondo. El ameno jardín en el que
transcurre la existencia de los menos, no debe distraernos de la suerte de los
más en un mundo en el que el portentoso progreso de las nuevas tecnologías
corre parejo a la proliferación de las guerras y luchas mortíferas, el radio
infinito de la injusticia, la pobreza y el hambre.
Es empresa de los caballeros andantes, decía don Quijote,
“deshacer tuertos y socorrer y acudir a los miserables” e imagino al hidalgo
manchego montado a lomos de Rocinante acometiendo lanza en ristre contra los
esbirros de la Santa Hermandad
que proceden al desalojo de los desahuciados, contra los corruptos
de la ingeniería financiera o, a Estrecho traviesa, al pie de las verjas de
Ceuta y Melilla que él toma por encantados castillos con puentes levadizos y
torres almenadas socorriendo a unos inmigrantes cuyo único crimen es su
instinto de vida y el ansia de libertad.
Sí, al héroe de Cervantes y a los lectores tocados por la gracia
de su novela nos resulta difícil resignarnos a la existencia de un mundo
aquejado de paro, corrupción, precariedad, crecientes desigualdades sociales y
exilio profesional de los jóvenes como en el que actualmente vivimos. Si ello
es locura, aceptémosla. El buen Sancho encontrará siempre un refrán para
defenderla.
El panorama a nuestro alcance
es sombrío: crisis económica, crisis política, crisis social. Según las estadísticas
que tengo a mano, más del 20% de los niños de nuestra Marca España vive hoy
bajo el umbral de la pobreza, una cifra con todo inferior a la del nivel del
paro. Las razones para indignarse son múltiples y el escritor no puede
ignorarlas sin traicionarse a sí mismo. No se trata de poner la pluma al
servicio de una causa, por justa que sea, sino de introducir el fermento
contestatario de esta en el ámbito de la escritura. Encajar la trama novelesca
en el molde de unas formas reiteradas hasta la saciedad condena la obra a la
irrelevancia y una vez más, en la encrucijada, Cervantes nos muestra el camino.
Su conciencia del tiempo “devorador y consumidor de las cosas” del que habla en
el magistral capítulo IX de la Primera Parte del libro le indujo a adelantarse
a él y a servirse de los géneros literarios en boga como material de derribo
para construir un portentoso relato de relatos que se despliega hasta el
infinito. Como dije hace ya bastantes años, la locura de Alonso Quijano
trastornado por sus lecturas se contagia a su creador enloquecido por los
poderes de la literatura. Volver a Cervantes y asumir la locura de su personaje
como una forma superior de cordura, tal es la lección del Quijote. Al hacerlo
no nos evadimos de la realidad inicua que nos rodea. Asentamos al revés los
pies en ella. Digamos bien alto que podemos. Los contaminados por nuestro
primer escritor no nos resignamos a la injusticia.
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